Salgo a la calle con decisión y guantes azules. Me dirijo al
supermercado. No me cruzo con nadie pero siento que me vigilan. No me refiero
tan solo a las personas que permanecen en ventanas y balcones observándome caminar
mientras se preguntan a dónde irá ese pánfilo, sino también a los árboles que,
de manera natural, dibujan ojos en su corteza mientras crecen en mitad de la
ciudad. Camino pensando en esos símbolos que me brinda la Madre Naturaleza
hasta que entro en el supermercado y, al adentrarme en el pasillo del papel
higiénico, producto fabricado habitualmente a partir de fibras vegetales
extraídas de los árboles, recuerdo aquella cita de Jung que tanto me gusta:
“Ningún árbol puede crecer hasta el cielo sin que sus raíces alcancen el
infierno”.
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